Blogia
Creatividad Libertina

Maniqueos

Prefería un mundo maniqueo. Aquél en el que había buenos y malos, diferenciables con toda claridad. Un mundo en el que las guerras poseían aliados y enemigos, y en el que cada cosa ostentaba sólo dos estados posibles: bueno/malo; encendido/apagado; hombre/mujer; Cielo/infierno.

Eran tiempos más elementales. Bastaba otear el tablero de la vida, y de inmediato reconocer el lugar que se ocupaba. No había medias tintas. Se era o no tal o cual cosa, y no lo otro, lo opuesto.

Era un mundo simple, incluso fácil de aprehender. Para cada situación había un complementario. Los buenos eran lo que debían, y sus contrarios los avatares del mal. Y sí alguien deseaba formar parte de un bando u otro, la contrición consistía en dejar la senda de unos para, por mera eliminación, pasar a militar en las filas de la contraparte. Solía ser una medida efectiva para reconocer con quién se contaba, y a su vez, discernir entre aquellos a quienes ni el saludo eran dignos de recibir.

En ese mundo de antes resultaba, además, nada complicado tomar decisiones. No eran necesarios cabildeo ni diplomacia alguna. Podría decirse incluso que se trataba de un mundo más sincero, más apasionado. Cada uno conocíamos o no nuestro papel; de inmediato saltaba a la vista quién era o no determinado calificativo, y de igual manera podíamos —o no— defender nuestra opinión. No ya con ánimo proselitista, o mesura hipócrita, sino por mera convicción.

En aquel mundo se atacaba o defendía sin más. Existían las victorias gloriosas, o apabullantes derrotas. Acaso se vislumbraban estados neutros; esos en los que, por una u otra razón —siempre había dos y sólo dos posibilidades— no se era partícipe de alguno de ambos escenarios.

Tal fenómeno parecía una especie de efecto residual, producto de la dinámica imperante en el grueso de la gente. Una excepción que confirmaba la regla de elegir o declinar y, de esta suerte, justificar la escisión de unos cuántos apáticos, ajenos a ambos hemisferios de la vida.

Por un tiempo relativamente largo viví la regla doble que marcaba sin bruma el devenir. Como dije antes, era extremadamente sencillo ubicarse en la senda con sólo dos direcciones.

Sin embargo desperté un día; uno de esos en los que no se sabe sí hará frío o calor, sí el sol remontará sólo el horizonte o llovera. Aquella mañana medio nublada me invadió la tibieza del ambiente, y ahora los extremos resultaban tan molestos. Me harté del mundo maniqueo.

En un principio creí que era algo pasajero. Eran tiempos complejos para un joven como lo era hace años, y se solía achacar a la inmadurez los lapsos de indecisión. Pero pasaron los meses, y aquella sensación no se iba. Era similar ese extraño preámbulo al de la víspera de un resfriado, cuando el cuerpo parece cortarse, pero no del todo, y se presiente la enfermedad sin estar seguro de qué será, y cuándo se podrá reconocer por completo el mal.

La incomodidad por no pertenecer a uno u otro bando —o peor aún, ser parte de ambos simultáneamente— se volvió mi única constante. En un par de años, me convertí en uno de esos seres ambiguos, disímbolos a los ojos de quienes optaban por la solución predominante.

Pasé entonces a formar parte de la minoría, y no de aquellas a las que se ofrece guerra sin cuartel, sino de un extraño grupo al que ambas facciones suelen mirar de reojo, consolar con la misericordia y la lástima prepotente que se obsequiaba a los indecisos, a esos apáticos que habían perdido el rumbo de sus vidas.

Aquel patetismo fue virando hacia el oprobio que, supongo, debía inspirar alguien cuya única muestra de comportamiento racional era su reaciedad a, de una vez por todas, adoptar uno y sólo un camino.

Fueron años duros, en los que opté por recluirme y no esbozar comentarios, por miedo a ser otra vez blanco de las miradas y los reproches. Fue tal vez esa actitud, y ese aparente síndrome individual ante los polos opuestos, que con el paso del tiempo, me hice experto en pretender.

Sin dificultad, lograba hacer pasar como propia cualquier posición o ideología. Con nitidez, comprendía el sentir de los que me rodeaban, y actuaba —en serio lo hacía bien— justo como aquellos esperaban. Después de todo, ninguna de esas situaciones era tajante para mí, y el mundo de los  matices me instaba a conocer cada detalle, cada sutil vuelta de tuerca, en la que el resto del mundo parecía enredarse, en su intento por guardar la línea en la que debían ir.

Aquellas prácticas me trajeron beneficios, no lo negaré. Mas al llegar la noche, en la soledad del lecho quedaba, aferrado justo encima del nudo en mi la garganta aquel sabor agridulce de no creer por completo en aquello que decía, y tampoco externar con total honestidad mis puntos: que prefiero el pescado por encima de la carne o el pollo; que para mí era gris, en vez de blanco o negro; que el círculo posee 360 grados, y no sólo izquierda o derecha, atrás o adelante. Que, en suma, no compartía ninguna de las opciones existentes o, por otro lado, ambas me resultaban válidas, atractivas.

Fue ahí, en el vértice de las cosas, que halle mi sitio. Como unos pocos, noté que desde ahí atisbábamos de manera simultánea ambos lados de la moneda. Con ello, caí en la cuenta de que no era el único. Conocí a otros que, como yo, hicieron del anatema su realidad. Hicimos lazos entre nosotros, ora por amistad, ora por sobrellevar nuestra respectiva soledad.

Pese a lo reconfortante que, decíamos, era nuestra máxima de la tercera vía, pendió siempre una sensación de desconcierto.

Me horadaba la cabeza el ver a los demás, tintos hasta el tuétano en sus papeles, pasar por la vida convencidos de su papel: ricos y pobres, hombres, mujeres, afortunados o presas de la desdicha. Obviaban todos, la existencia de cualquiera otra situación para sí mismos.

Me partía el alma —hablando de mitades— cómo el resto vivían conformes con tal existencia y nosotros, los seres de la ambigüedad, que decíamos tener el mapa completo de la vida, nos debatíamos en desatinos.

Aquel mundo maniqueo, además de fácil de aprehender, ofrecía recompensa a sus devotos. Una suerte de paliativo que nuestro anatema mantenía al margen de nuestra obstinación. Sin embargo, fueron estos sentimientos los que, a la sazón, propinaron ominosa enseñanza.

Intentando comprender los motivos de tan cándida actitud, me devané el seso infinidad de noches, hasta que descubrí –el término más adecuado sería “tropecé”— con el mayor de los secretos de aquel mundo: no había maniqueos.

En apariencia, las personas cargaban a cuestas sus respectivas etiquetas. Las esgrimían con soltura o sufrimiento, henchidas de orgullo o en forma pendenciera, según fuese la tónica propicia. No dudaban en medir la vida —la propia o de cualquier otro— en función de aquel parámetro unívoco con cuyo compás se codificaba el ritmo de su marcha.

No obstante, en el fondo de sus almas, —segundos antes de dormir, o previo a iniciar una reyerta de golpes o palabras con el bando contrario— reptaba la misma duda, el mismo desconcierto que yo creía cargar, como una penitencia, acerca de las cosas.

El pobre se refugiaba en la seguridad de su limitado capital, y reprochaba al rico su mezquindad, esperando conmoverlo. A su vez, el rico se sentía en desventaja, al saberse presa de una fuerza supuesta que se le achacaba, y lamentando a su vez la suerte de no ser más o menos pobre. De igual manera el bueno traicionaba a sus correligionarios, arguyendo que los otros no eran de su condición. El malo perdonaba la vida, no juzgando necesaria en ocasiones tanta violencia.

Los adversarios más acérrimos celebraban pactos para el beneficio mutuo, y los llamaban "diplomacia", "negociación". Olvidaban los ideales que en el discurso debían separarlos, vistos ahora como estorbos ante un mundo de llana igualdad y que secretamente aplaude el individualismo.

Ninguno de nosotros, los alienados, éramos especiales. No había contrarios, ni géneros, ni causas. Tan solo una almidonada convención, un protocolo de póquer, para esconder el juego propio del resto de la mesa. Ese era el error de gentecomo yo. Entonces entendí las miradas, los reproches y la burla.

Éramos tontos que jugábamos con la mano abierta. Supurábamos nuestra ineptitud para guardar las apariencias. Si en algo éramos especiales, era en la inocencia. Aquella revelación echo por tierra, tanto mis esperanzas, como todas las dudas e incomodidad.

Disuelto el corsé que tanto escozor causaba en mis costados, dejé de buscar motivos para entender a los demás. Volvió la paz de antaño y, como muchos otros tontos de esa supuesta tercera vía, nos concretamos a vivir sin etiqueta nuestras respectivas existencias. Después de todo resultó que los contrarios eran más importantes para los indecisos, que para quienes los enarbolaban.

Hoy día sigo andando oteando en todas direcciones. Continúo explorando entre gustos y nombres. Reinvento categorías, haciendo repelar a los puristas del estilo. No me arrepiento por mi tontería, ni por la rabia y temores que esta búsqueda inflingieron. Habrán otros a los que sea pertinente apegarse a algún canon.

Sin embargo, la nostalgia que me causa recordar aquellos tiempos en los que los contrarios eran ciertos para mí, y la pasión con la que sus militantes parecían batir sus señas, me hace pensar que ahora, en una realidad en la que todos y todo es relativo, el presente ha perdido brillo. Como dije, para un tonto como yo, que se deslumbra con el blofeo, era preferible un mundo maniqueo...

Abril 2011

0 comentarios