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Creatividad Libertina

La Baraja (1)

La Baraja (1)

(Continuación del relato de Dino Marconni)

Tardé un tiempo en entender la baraja de Marconni. Por meses, luego del encuentro en aquella cantina, solía tomarla de cuando en cuando, y repartir un par de manos sobre mi escritorio, intentando resolver el misterio de tan singulares cartas.
No importaba cuántas veces lo hiciera, mientras repartiera las manos alternadamente, perdía ante mi oponente imaginario. Llegue a pensar que, más que un trucaje en las cartas, éstas realmente eran mágicas, y añoraban estar de vuelta en las manos de su prestidigitador.
Pasaron los meses y, con estos, se fue apagando en mí el interés por la baraja de Marconni. En mi mente asumía que, sin importar cuál fuese el secreto, tarde o temprano daría con él. Muy en el fondo, mi alma se negaba a saber más de aquel artefacto que se burlaba de mis dotes detectivescos.
Una tarde, al salir de la Universidad –en ese entonces impartía con María una cátedra de criminología en la facultad de derecho, para ayudarnos durante el tiempo de guerra—mi buen amigo Anselmo nos invitó a un cabaret.

--Será divertido—aseguraba—lo acaban de remodelar. Hay baile, y variedad; y no es muy caro. En estos tiempos, no debería de escatimarse en gastos para levantar el ánimo.


Más por complacer a María, acepté. No me parecía adecuado gastar lo poco que ganábamos en lugares como ese, sin embargo, hacía ya mucho que no salíamos a divertirnos.
El lugar era agradable, decorado en tonos rosas y blanco. Nos apostamos en la planta baja, muy cerca de la pista de baile, mientras Anselmo intentaba flirtear con una pastilla a dos mesas de distancia. Él no cambiaba.
Bailamos sendas piezas hasta que la variedad comenzó. Nuestro amigo se jactaba de haber vencido nuestra reaciedad y, debo de aceptar que aquella noche María y yo nos sentimos nuevamente en la juventud.

Reímos con los mimos y faramallas de los actores de revista que abrieron el espectáculo. María enojó al escuchar los procaces cuentos de “Palillo”, pero luego recuperó el buen tono recreándose con las cabriolas de  “Mimí y Sergio, los bailarines más afamados de México”, como los anunciaba el presentador.

--Ya es tarde—me dijo, poco antes de la media noche—mejor vámonos o ya no alcanzaremos coche. A mi me dan mucho miedo estos rumbos del toreo.

--No se preocupen—añadió Anselmo—si gustan se pueden quedar en casa de mi sobrina. Es una casa muy grande y, desde que su marido se fue a los Estates, ella está muy sola.

--¿Dónde vide?—pregunté, mientras María jalaba insistente mi manga.

-- por los rumbos de San Cosme, cerca del Kiosco Morisco. Yo los llevo. Me queda de camino a casa.

--No se—murmuró ella—llagar así, dos extraños a casa de una señora decente, a esta hora de la noche, no es correcto.

--Por favor, señora mía. Ustedes son como de casa. No en balde tantos años de conocernos. Antonio, convéncela. Aún falta el final de la variedad. No se la pueden perder.

--Haremos algo—repuse entonces—nos quedaremos hasta que termine la variedad. Si la dama no queda convencida, nos llevarás a nuestras casas.

--me parece justo, don Anselmo—añadió María, a lo que mi amigo hizo un gesto de pesadumbre, pero al final accedió:

--Ya verán al Gran Svengally, es el mejor ilusionista que he visto.

Entonces, dentro de mi, saltó una extraña sensación. De golpe recordé al viejo Marconni, y la baraja que se empolvaba en mi oficina. Sin decir nada, presté atención al acto de aquel personaje.

Las luces bajaron en el local y, tras una llamarada, apareció en escena un hombre de rasgos hindúes, con una prominente barba en punta, y un par de cejas pobladas que le otorgaban un aspecto demoníaco. Todo ello rematado con un impecable frac y un turbante cuyo broche era una gran gema roja.
Uno a uno, el Gran Svengally realizó sendos trucos con aros, pelotas, e incluso con la bebida de uno de los parroquianos más cercanos a la pista. Apareció aves, desapareció carteras –a lo que agradecía no traer más de veinte pesos en la bolsa—y al final se esfumó de escena de la misma forma en la que había llegado. María aplaudía eufórica, y me confesaba haber pasado muy buena velada. Yo, en cambio, no dejaba de pensar en ese mazo que había llegado a mis manos hacía tiempo.
--Nos les dije—exclamó triunfante, Anselmo—los ha dejado atónitos, mis colegas criminólogos. No cabe duda de que aún hay secretos que ni sus ojos pueden develar.
Aún no me explico por qué me volví hacia él y le pedí me presentara a aquel mago. Resultó que Anselmo conocía al dueño del local, un tal señor Aguirre, y que estaba en sus manos el presentarme con Svengally.
Tras ese lapsus, pudo mas la voz de María, quien me insistía que era hora de retirarnos. Aquella noche no pude reunirme con el ilusionista y finalmente desentrañar el misterio de la baraja de Marconni…

Fragmento del diario personal de Antonio Aguinaga,

Investigador privado, Presidencia de la República.

1 comentario

EvaB -

¡Extrañamos a Dino Marconni!