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Creatividad Libertina

El Asombroso Dino Marconni... (1)

El Asombroso Dino Marconni... (1)

Hace años conocí a un mago.

Fue hace tiempo ya que la Fortuna quiso que ambos entráramos aquella tarde a una cantina por los rumbos de la Cámara de Diputados. Aquella tarde andaba de ánimo festivo. Calles acaba de abandonar el país. Por momentos me pregunté si ese desgraciado seguiría en México tras mi muerte, pero no hay mal que dure cien años.

Sólo me alcanzaba para un whisky. Así que decidí saborearlo lo más posible. Después de todo por culpa de aquel hombre había perdido a la mayoría de mis contactos, y la situación se tornaba cada vez más difícil.

Alcé mi vaso y mentalmente brindé por que el general Calles muriese lo más pronto posible de alguna enfermedad venérea. Aquel fue uno de los tragos más deliciosos de mi vida. Fue entonces que lo conocí.

--Salud, mi amigo—dijo, como aparecido de entre la barra y la pared. Su aspecto era de recordarse: chistera de satín, gastada hasta el cansancio; un saco otrora negro, plagado de manchas y enmendaduras; corbata de moño, caída a ambos lados de una camisa ennegrecida por el uso y, finalmente, un par de guantes grisáceos, con las puntas de los dedos luídas.

--Salud—respondí—por el general Calles.

El hombre de la barra me miró de reojo, con gesto aprehensivo.

--Bien dicho, mi amigo—respondió el otro—Cárdenas no sabe lo que hace.

En ese momento el cantinero botó la felpa con la que limpiaba el local y se plantó entre ambos.

--Salgan de este lugar—señaló con dureza—no me gusta la gente de su calaña.

--¿Pero qué sucede?—pregunté de inmediato—tan sólo brindaba por…

--Sí, los he oído. Aquí no queremos callistas. Salgan o los saco.

El cantinero de inmediato se aproximó hacia mi y me tomó de la ropa, llevándome entre empellones hacia la puerta. Entonces, aquel desconocido que me había traído problemas intervino.

--Disculpe usted, buen hombre—exclamó—usted perdone nuestra impertinencia. Le propongo un trato que quizás pueda resolver este exabrupto.

El hombre sacó de uno de los bolsillos de su saco un gran anillo de oro y una baraja del otro. Los colocó sobre la barra.

--Haremos algo. Jugaremos a la mano más alta nuestra estancia. Si gano, podremos quedarnos a acabar nuestros tragos. Si lo hace usted, le daré este anillo, y nos marcharemos con dignidad.

El cantinero me soltó y miró al hombre de arriba abajo. Tras pensarlo unos instantes, estiró la mano hacia donde se hallaba el anillo y la baraja, mas el otro de inmediato los retiró de la mesa y comenzó a barajar las cartas de una mano a la otra con torpeza.

--¿Aceptará? --¿Cómo sé que el anillo es de oro?

--Eso es lo de menos, mi amigo. Como sea, es un trato en el que de ambas formas gana. Aunque si lo desea, lo dejaré revisarlo con la condición de que, además de poder quedarnos, si ganamos, nos dará una ronda de cortesía.

El cantinero lo miró divertido y asintió. El otro le entregó el anillo que, tras corroborar, resultó ser auténtico. Entonces ambos se colocaron en la barra, uno frente al otro. El hombre de la chistera barajó dos ocasiones más las cartas, con mucho trabajo. Era como si tuviera sus manos adormecidas. Luego indicó al cantinero que partiera el mazo.

--Jugaremos a una mano, como dije. Gana la más alta.

--Bien, reparta usted—exclamó el hombre de la barra, señalándome. Yo asentí, y procedí primero con mi compañero recién conocido.

--No, no, mi amigo—apuntó—lo cortés no quita lo valiente. Primero al dueño de este local, que nos estamos jugando el pellejo con él.

A regañadientes, comencé a dar carta al cantinero. El otro hombre agradeció con un gesto de su raído sombrero. Ambos miraron sus cartas. El hombre de la barra comenzó a acomodaras mientras en su rostro se dibujaba un gesto de burla. Todo lo contrario con el otro jugador, quien miraba impaciente al mazo cambiaba insistentemente de lugar las cartas de su mano.

--¿Cambios?

El cantinero negó con la cabeza y colocó su  mano en la barra.

--Dos, por favor—pidió nervioso el hombre de la chistera.

Hechos los cambios, di un largo trago a mi whisky. Algo me decía que sería lo último que tomaría aquella tarde.

--Bien—señalo triunfal el cantinero. Tercia de sietes, señores.

Resignado, tomé lo que quedaba en mi vaso y me levante del banquillo.

--Espere, amigo, que todavía no termia esto. Tengo una tercia de cuatros, pero me acaba de salir un par de ases.

--¡Carajo, Full!—lamentó el cantinero, al tiempo que daba un manotazo sobre la madera de la barra. Los pocos parroquianos presentes voltearon un instante, para luego continuar con sus propios líos.

--Está bien—añadió—pueden quedarse, pero si vuelven a mencionar a ese desgraciado matacuras, los lanzaré a la calle.

Ambos asentimos con vehemencia, al tiempo que nos servía la ronda de cortesía pactada.

--No me lo agradezca, mi amigo—exclamo el hombre de la chistera—tan sólo me ha sonreído la suerte.

--¿Agradecer?, pero si fue su culpa que casi nos echaran a patadas de aquí. Yo brindaba por que ese mal nacido no volviera a nuestro país, y usted con sus comentarios nos metió en este lío.

--Ya veo—reflexionó—resulta que en vez de la solución, soy la causa de este problema. Nada nuevo en mí. Pero lo importante ya, no es quién inició todo esto, sino quién consiguió la otra ronda, ¡Salud! Por cierto, mi nombre es Dino, el Asombroso Dino Marconni.

Más por lástima, brinde de nuevo con él. No creí que aquella tarde se prolongara tanto, y terminara por conocer la vida de aquel personaje.

. . .

Fragmento del diario personal de Antonio Aguinaga,

Investigador privado, Presidencia de la República.

 

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